El Travestódromo argentino
por Mauro Fulco, Fotos por Marcelo Cugliari
Naomi es rubia y desfila en una tanga diminuta. Julieta es morocha, tiene ojos celestes y está enfundada en unas licras que marcan sus generosas curvas. Naomi nació en Salta, una provincia del noroeste argentino. Julieta en Tucumán, una provincia vecina. Las dos son travestis y bajaron a Buenos Aires para trabajar en el travestódromo.
Este paraíso libertino está ubicado en la plazoleta Florencio Sánchez del Parque 3 de Febrero, el espacio verde más grande de la ciudad, un pulmón de árboles y césped de 390 hectáreas. Ahí, detrás del Buenos Aires Lawn Tennis Club (sede de la Copa Davis) y frente al tradicional club familiar Gimnasia y Esgrima de Buenos Aires (GEBA), funciona este lugar que mezcla placer y diversidad.
De día es un punto obligado para los corredores y amantes del deporte. De noche, una procesión interminable de vehículos que se acerca, hace fila, toca bocina y alquila alguna de las más de 300 travestis que se prostituyen en la zona. Cobran —según la cara del cliente— 100 pesos por sexo oral (10 dólares) y 200 pesos (20 dólares) por una sesión de sexo rápido y completo en el coche. Si se pretende ir a un albergue transitorio la tarifa asciende a 1000 pesos (100 dólares). Pero puede ser más.
¿Qué hay en esta fascinación porteña por las travestis? “El 80 por ciento de los hombres viene a buscar pija”, sentencia Naomi mientras toca la parte delantera de su tanga, y detalla que ha atendido matrimonios y hasta mujeres solas. Todos buscan lo mismo. Cuenta también que una vez atendió a una pareja, que montaron un trío en el que ella penetró a los dos, y que la mujer se escapa algunas noches de su marido para tener sexo a solas con ella. “Creeme que es verdad, no tengo por qué mentir”, asegura.
Su colega Julieta, en cambio, se espanta ante semejante descripción. “Las que ofrecen sexo activo son las feas. Enseguida te das cuenta: los monstruos necesitan facturar y hacen cualquier cosa. ¿Para qué te ponés tetas, te operás la nariz y hacés el sacrificio de ser travesti si vas a usar tu pene?”, se pregunta. “Para eso ponte una peluca y sé un buen macho con pelo largo”. “Cada vez que me subo a un auto aclaro que soy re pasiva, aunque no hace falta: los clientes ya saben. Si sos femenina y tenés linda cara como yo, ni buscan ahí abajo”. Julieta tiene entre sus planes más próximos operarse en Chile para cambiarse el sexo. La intervención consiste en extirparse el pene del cuerpo y convertirlo en una vagina. Dice no tener miedo y cuando se le consulta por qué cruzar la Cordillera para someterse al cambio de sexo si en Argentina también se hace, responde: “Allá se operan chicas desde hace más de 20 años. Acá es nuevo. No quiero improvisar, prefiero ir a lo seguro”.
Cada noche, entre las nueve de la noche y las cinco de la mañana, alrededor de cuatro mil vehículos procesan en busca de su objeto del deseo. Se forman largas filas de autos. Las travestis buscan captar la atención de sus clientes con poses, piropos, y ostentación de físico. Algunas directamente se amasan el pene, para demostrar tamaño y consistencia. Generalmente son las más baratas y las menos frecuentadas.
Hay chicas que se visten elegantes, como mujeres que salen a bailar; hay otras que están igual de elegantes, pero completamente desnudas, pero casi todas posan de espaldas para exhibir el culo. “Acá la temporada alta es invierno, aunque parezca mentira. El que viene, sabe lo que busca. No hay tantos que dan vueltas y a las 11PM como mucho estás en tu casa”, describe Naomi. Julieta dice que trabaja hasta las dos de la mañana. “Después de las tres vienen todos los borrachos, drogados y sin plata en busca de sexo gratis”, explica, y concede: “Si el pibe me gusta y estoy aburrida, lo hago gratis. Pero me tiene que gustar mucho”.
Todas coinciden en que no es difícil atender personas feas o sucias. Para combatir esta última cualidad, muchas llevan consigo toallas húmedas y perfumadas para higienizar al cliente descuidado. “La otra vez vino un viejito y a mí los viejos no me gustan. Le pedí una barbaridad de plata, como tres mil pesos (300 dólares) para que me dijera que no, pero el viejo igual insistió. Al final le tuve que decir la verdad: con viejos no salgo”, confiesa Denise, una morocha de ojos delineados. Julieta, la tucumana, sólo tiene una restricción: “No atiendo taxistas. Nunca. Son seres despreciables. Antes prefiero acostarme con un cartonero”.
Una problemática entre las trabajadoras es el abuso de alcohol. Lo usan para combatir las bajas temperaturas del invierno o para sobrellevar la espera. Y eso puede derivar en consecuencias no deseadas. “¿Qué hacen acá? —pregunta una rubia— ¿Están sacando fotos? Bueno, tienen que pagar 150 pesos (15 dólares)”. Ante las explicaciones, la rubia manotea el brazo, lo sacude con violencia y empieza a gritarnos: “Se van, se van, se van ya de acá. Se van rápido o se pudre todo”. Dos de sus compañeras intentan calmarla y nos tranquilizan: “No somos todas así, eso tiene que quedar claro. A esta ni le contesten, es vieja, está muy borracha y no sirve para nada”.
Turismo aventura
La zona también se ha convertido en punto turístico: muchos vienen a mirar. “Los sábados en la noche es muy común que venga la familia completa, con chicos y hasta la abuela. Nos miran como si fuéramos freaks”, se divierte Brisa, una rubia altísima de vestido blanco. Es oriunda del Chaco y coincide con Naomi: los hombres van en busca de ese valor distintivo que ostentan las chicas del travestódromo.
Brisa y su amiga Violeta, rubia y morocha ellas, juegan al juego de opuestos y a sembrarse comentarios picantes con diversión. Aquí, en este lugar, lo que prima es la estética. Las lindas suscitan envidia; las feas miran recelosas. Pero —y sobre todo— la belleza otorga plata. Las lindas facturan más. “¿Le vas a sacar una foto a esta negra? Te va a salir blanco y negro”, bromea la rubia, que recibe la réplica veloz: “Callate, a vos no te sacan foto porque trajiste el Ébola de África, morocha arrepentida”.
Otra fauna presente en el lugar son los taxistas. Algunos son empleados de las travestis, que utilizan sus servicios para ir y venir. De esa manera, los choferes obtienen clientela fija y —quizás— algún regalito de índole sexual al finalizar la jornada. Aquí los taxistas son amigos, confidentes, clientes y empleados, de todo un poco. “¿Están posando para una revista?”, pregunta uno de bigote espeso cuando ve posar a Brisa y Violeta. “Callate, viejo, que después venís a buscar ésta”, responde casi a coro.
Julieta trabaja de lunes a lunes y llega a facturar hasta 45 mil pesos por mes (4,500 dólares). En Argentina, esa suma equivale a un ingreso VIP. “No toda la vida voy a tener esta belleza. Con lo que trabajo acá me compré mi casita en Tucumán y a los 40 me vuelvo para allá a hacer nada. Este trabajo me va a salvar”.
El Travestódromo es un espacio legal asignado por el gobierno porteño para esta actividad y hay patrulleros que circulan para vigilar el lugar. “Está perfecto, la policía nos cuida”, asegura Naomi. Julieta, en cambio, opina distinto: “Si ven a un cliente con coche caro le piden dinero para no exponerlo frente a su familia”.
La oficial policial asignada para dicha tarea piensa que la zona puede llegar a ser complicada, que suele haber reproches cruzados por diferencia de precios o peleas cliente-travesti, y tiene una certeza: “Acá no pasa nada porque nadie hace la denuncia, ni la travesti ni el cliente. Nadie quiere tener una citación que provenga del Parque 3 de Febrero porque no puede explicarle a la esposa qué hacía por acá. Seguro que a correr no vienen un martes a las tres de la mañana”. La policía distingue al que frecuenta la zona en categorías: “Hay deportistas mentirosos, que vienen vestidos de runners y se pasean entre las travestis; están los que vienen en auto y los que vienen a tener sexo de parado entre los árboles”.
A la mañana siguiente, el travestódromo amanece con resaca de sexo. Más de tres mil preservativos riegan el césped del parque. Quienes se ejercitan por las mañanas lo hacen con obstáculos. “Es muy importante que nosotras le pidamos el preservativo a los clientes, porque si no los tiran usados y ensucian todo”, razona Morena, una morocha de dentadura algo desordenada. En tiempos de VIH, la prevención es esencial en el intercambio sexual. “Yo no atiendo a nadie sin preservativo", asegura Julieta. "Muchos piden sexo oral sin globito, pero si tenés gingivitis o alguna infección en la boca te podés contagiar cualquier cosa. No sólo pasa por el tema del VIH, también hay muchas enfermedades”. Y ella, que se sabe linda, vuelve a disparar contra la fealdad: “Las que atienden a los clientes sin forro son las feas del otro lado. Ésas, con tal de facturar, tienen que hacer cualquier cosa. Así tienen la boca”.
Hay lindas, hay feas. Hay altas, hay bajas. Hay vestidas, hay desnudas. Hay gordas, hay flacas. Hay con tarifa económica, hay caras. Hay coches de lujo, hay vehículos familiares. Hay bicicletas, hay peatones. Hay clientes adinerados, hay clientes pobres. Hay taxistas amigos, hay taxitas hostiles. Hay policías que cuidan, hay policías corruptos. Hay sexo activo, hay sexo pasivo. Hay turismo, hay mirones. El Travestódromo porteño es un lugar en el que hay de todo.
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