No eres homosexual, sólo estás confundido
Resulta indignante la mezcla artera de religión, moral y pseudociencia. Si la homosexualidad ha dejado de considerarse una enfermedad, ¿cómo es posible que los criterios morales de nuestras familias y colegios pesen más que la opinión de gran número de expertos?
JULIO 22,2014
Por: Carlos Aguirre (@elquehacepun)
En muchas ocasiones olvidamos que las luchas ideológicas, las pugnas entre el “no somos moda” y “la defensa de la familia tradicional”, tienen sus arenas más cruentas en la vida de personas concretas. No se trata únicamente de debates de políticas públicas, del engrosamiento de un catálogo de derechos, ni de la defensa del orden natural, la moral o las buenas costumbres. Lidiamos con personas de carne y hueso, con nombres y rostros específicos, y con las que –no en pocas ocasiones– tenemos vínculos afectivos. Sí, queridos lector y lectora, ustedes tienen conocidos, amigos y parientes homosexuales. No se molesten en cerrar los ojos, siento informarles que cuando los abran ahí seguirán. ¡Aquí seguiremos! Es en la vida de todas estas personas en las que los enfrentamientos científicos, políticos e ideológicos acerca de la homosexualidad inciden.
Me adelanto al comentario respecto a que tres historias de vida, de homosexuales varones, de familias profundamente católicas y pertenecientes a un sector social acotado no pueden ser tenidas como muestra numéricamente significativa. Sin embargo, aún si se tratara de casos de excepción, sirven para arrojar un poco de luz respecto de un tema que se encuentra más presente de lo que imaginamos: la terapia de conversión o de reorientación sexual. Aquellos métodos y técnicas para eliminar las conductas y deseos homosexuales.
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Luis tenía 16 años cuando una noche se quedó dormido con la laptop sobre sus piernas. Su mamá al ver un poco de luz en el cuarto de su hijo imaginó que el sueño lo había vencido. Apagó las lámparas y tomó la computadora para ponerla sobre el escritorio. En el cuarto en penumbras, las imágenes y gemidos de hombres teniendo sexo desató un enorme duelo familiar. Luis andaba en malos pasos. Luego de semanas de silencios incómodos, ojos llorosos y recriminaciones veladas le informaron que se iría a un campamento de verano donde tratarían “su asunto”. Lo recluyeron en una especie de quinta de rehabilitación y lo sometieron a un fuerte proceso de despersonalización. No se referían a él por su nombre, sólo podía hablar cuando se le indicara. El alimento estaba condicionado a que no mirara al resto de los adolescentes que estaban en el campamento, ni podía hablarles sin la supervisión de los adultos encargados. Las pláticas respecto a lo peligroso, desviado y corrupto de los deseos homosexuales se repetían tres o cuatro veces al días. La referencia a la condenación de su alma era constante. Conforme pasaron los días Luis descubrió que si “mostraba avances en su curación”, hablando de los traumas que habían desatados sus deseos homosexuales, mostrando abierta disposición a sanar y rezando piadosamente para alcanzar su curación, recibiría más alimento, podría bañarse sin ser vigilado y recibiría golpecillo de aprobación en la espalda. En cosa de cuatro semanas sus impulsos homosexuales “disminuyeron”, aprendió a comportarse correctamente y si continuaba esforzándose podría al poco tiempo dejar de “tenerle miedo a las mujeres” y estaría listo para iniciar un noviazgo sano y feliz.
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José un día le prestó su celular a su hermano mayor. Cuando se lo devolvió, el hermano estaba pálido, tenía gestos contenidos y rehuía su mirada. Tras algunos minutos de silencio incómodo profirió la incómoda pregunta: ¿Quién es ese señor en tus fotos y qué hace abrazándote? José se disculpó, soltó las primeras respuestas que pudo hilvanar y esperó que el asunto no pasara de una rencilla entre hermanos. Cuando sus papás se enteraron, iniciaron las pláticas respecto a que eso era un pecado, una enfermedad y que se pondrían todos los medios para que se curara. Los padres buscaron a los mejores especialistas; para su desgracia el tema estaba mejor estudiado en los Estados Unidos. La opción que encontraron que no interfería demasiado con los estudios de José fueron terapias telefónicas con un psicoanalista radicado en Houston. Muchas opciones se barajaron respecto a la “enfermedad” de José: era el hijo más pequeño de una familia de muchos hermanos y por eso había tenido menos contacto con su padre, era en extremo introvertido, claramente no era homosexual, únicamente buscaba suplir a su figura paterna… Fueron meses largos de pláticas telefónicas y conversaciones con el confesor de sus padres. Si no se curaba, si seguía con esas malas inclinaciones su vida sería profundamente infeliz, siempre sería diferente y nunca sería como sus hermanos. Pasados los meses José tuvo novia y sus padres parecieron tranquilizarse.
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Cuando a los 17 le comenté a mi confesor de la escuela que había tenido encuentros sexuales con otros hombres no tuvo la reacción violenta o negativa que hubiera esperado. Me dijo que había hecho lo correcto, todo tenía solución menos la falta de sinceridad. También dijo: “Carlos, tú no eres homosexual, sólo estás confundido”. Luego de absolverme me recomendó platicarlo con mi preceptor. Así lo hice. Mi preceptor, un joven de 23 años de edad, tomó cartas en el asunto; citó a mi papá y le contó santo y seña de lo que su primogénito hacía con otros varones. La vergüenza de mi papá fue grande, pero fue muy incisivo en que contaba con todo su apoyo y que era un buen hijo. Mi preceptor no se detuvo ahí, consiguió una cita con un oftalmólogo que “entendía de estos temas”, luego de reunirme con él diagnosticó que estaba profundamente deprimido y que debía de tomar ansiolíticos.
Llegué a casa con la receta y mis padres se extrañaron en demasía, la prescripción no tomó en cuenta mi edad, peso y estatura. ¡Me habían recetado la misma dosis que mi padre tomaba! La negativa de mis padres a que tomara medicamentos fue airada, sin embargo mi preceptor esperó a que cumpliera 18 años. Entre él y mi confesor recomendaron que tomara el medicamento. Lo consumí durante poco más de tres meses. En efecto, mis “impulsos” homosexuales disminuyeron, aunque a decir verdad lo hizo todo el apetito sexual de un joven de reciente mayoría de edad. Mi actuar era torpe y mis procesos mentales poco claros. Cuando mis padres descubrieron lo que pasaba armaron un gran escándalo en la escuela. El consejo de mi preceptor fue el siguiente: “Tus papás quieren lo mejor para ti, aunque no en todos los casos saben qué lo es. Sigue tomando la medicina que hemos visto grandes avances”. La monstruosidad se me hizo mayúscula, mi propio juicio solamente fue recto para poder soltar la negativa paterna; sin embargo, ni mis padres ni yo juzgábamos no corrección. Había que “rendir el juicio” ante quienes “tenían más experiencia”, quienes opinaban y decidían sobre mi cuerpo sin haber estado ni un minuto bajo los rigores de mi carne. Tanto ellos como yo teníamos una labor: rezar hasta que se nos pelaran los labios para conseguir el milagro de mi curación.
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La semana pasada en redes sociales y diversos medios apareció la noticia del regreso de Richard A. Cohen a México, un psicoterapeuta estadunidense, fundador de la International Healing Foudation (para más fácil referencia visiteneste enlace), que afirma que la homosexualidad puede ser tratada y curada. Si bien la American Psychological Association –asociación de la que Cohen fue expulsado por mala praxis y violación al código de ética– señala que no hay factores específicos que causen la homosexualidad en las personas, los 21 años de práctica psicoanalítica de Cohen lo llevan a afirmar que puede producirse por malas relaciones familiares, percepciones de imagen corporal dolorosas, abuso sexual, haber sido adoptado o ser hijo de padres divorciados, entre otras (no me crean a mí, revisen la página o su joya bibliográfica Coming Out Straight). En sus visitas anteriores se ha topado con oposición y manifestaciones en contra de su práctica terapéutica, no obstante sigue siendo invitado a impartir talleres y su pensamiento permea en sectores de fuerte cuño conservador.
Lo que resulta indignante es la mezcla artera de religión, moral y pseudociencia. Si la homosexualidad ha dejado de considerarse una enfermedad, ¿cómo es posible que los criterios morales de nuestras familias y colegios pesen más que la opinión de gran número de expertos? El criterio no es científico, el sólo tratar la homosexualidad como una enfermedad es andar por pasos errados. Las terapias de conversión disfrazan de cientificidad lo que realmente es la imposición de sistemas morales y doctrinarios.
Luego de largos y tortuosos procedimientos ni mis amigos ni yo fuimos curados, simplemente no ocurrió el milagro. Con el tiempo entendimos que el énfasis de nuestra sexualidad no se encontraba en nuestra sola voluntad o en el deseo de ser “normales.” En mayor o en menor, nuestras familias y núcleos sociales han aceptado la homosexualidad de uno de sus miembros. Sin embargo, la sombra de los intentos de curación no se ha desvanecido y de un momento a otro la presencia de personajes como Richard A. Cohen lo ponen de manifiesto.
(Los nombres de las personas que enfrentaron terapias de reorientación sexual han sido cambiados y sus historias se trasmiten con su consentimiento.)
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