Reflexiones sobre la Historia de la Homosexualidad

Philippe Aries
El debilitamiento de la interdicción de la homosexualidad es uno de los rasgos que más llaman la atención de la situación moral contemporánea de nuestras sociedades occidentales. Actualmente, los homosexuales forman un grupo coherente, sin lugar a dudas todavía marginal, pero consciente de una especie de identidad; reivindica derechos contra una sociedad dominante que todavía no lo acepta (y que incluso, en Francia, reacciona con dureza a través de una legislación que duplica la penalización de los delitos sexuales cuando estos son cometidos por individuos del mismo sexo), pero que ya no se siente tan segura, y cuyas certidumbres se ven incluso quebrantadas. La puerta queda abierta a tolerancias, incluso a complicidades, inconcebibles hace treinta años. Hace poco, los periódicos reseñaban una celebración, paramatrimonial donde un pastor protestante (desconocido por su Iglesia) unió a dos lesbianas; evidentemente no “hasta que la muerte las separe” sino por el mayor tiempo posible. El Papa debió intervenir para señalar que San Pablo condena la homosexualidad, lo cual no hubiera sido necesario de no manifestarse en el seno de la Iglesia tendencias más tolerantes. Es sabido que en San Francisco los gays constituyen un grupo de presión que debe tomarse en cuenta. En resumen, los homosexuales tratan de obtener un reconocimiento, y no faltan moralistas conservadores que no ocultan su indignación por sus audacias y por la blandura de las resistencias. Sin embargo Michael Pollak(*) expresa dudas: bien podría esta situación ser pasajera, e incluso modificarse, y Gabriel Matzneff hace eco de ello en un artículo aparecido en Monde (5. 1. 1980), que se titula “El paraíso clandestino” -ya es considerado como paraíso, pero todavía es clandestino. “Contemplaremos el retorno del orden moral y su triunfo. (Tranquílicense, no será mañana). Por ello nos veremos más que nunca en la necesidad de ocultarnos tras una máscara. El porvenir está en la clandestinidad”.
La preocupación permanece. Es verdad que contemplamos una especie de restablecimiento de la situación que, por otro lado, tiene por objetivo, por lo menos por el momento, más bien la seguridad que la moral. ¿Es ésta una primera etapa? La normalización de la sexualidad y de la homosexualidad ha ido demasiado lejos para que ahora ceda a las presiones de policía o de la justicia. Pero se debe reconocer que el lugar adquirido -o conquistado- por la homosexualidad no sólo se debe a una tolerancia, a una lasitud -”Todo se permite no tiene la menor importancia…” Hay algo más profundo, más sutil y, sin duda alguna, más estructural y definitivo, por lo menos por un largo periodo: actualmente toda la sociedad tiende, con más o menos resistencias, a adaptarse modelo de la homosexualidad. Esta es una de las tesis más impactantes del artículo de Michael Pollak: los modelos de la sociedad global se acercan a las representaciones que los homosexuales tienen de sí mismos, acercamiento debido a un deformación de imágenes y de roles.
Retomo la tesis. El modelo predominante del homosexual, a partir del momento en que éste comienza a tomar conciencia de su especificidad y a reconocerla, muy a menudo, como enfermedad o perversión -es decir, desde el siglo XVIII y principios del siglo XIX hasta principios del siglo XX-, es un tipo afeminado: el travestí, con voz de registro alto. En él se reconoce una adaptación del homosexual al modelo predominante: los hombres que le gustan parecen mujeres, lo cual significa en cierto sentido para la sociedad, un alivio. También le pueden gustar los niños o la gente muy joven (la pederastía): relación muy antigua, a la que podemos llamar clásica, pues proviene de la antigüedad greco-romana y perdura en el mundo musulmán, a pesar del ayatollah Jomeini y sus verdugos. Corresponde a una práctica tradicional de educación o de iniciación que por otro lado asume formas degradadas y furtivas: hay amistades particulares que rozan la homosexualidad sin que ésta sea conciente y reconocida.
Según Michael Pollak, la vulgata homosexual contemporánea a menudo aparta y rechaza los dos modelos anteriores, el tipo afeminado y el tipo pederasta, y los reemplaza por una imagen machista, deportiva, superviril, aunque conserva ciertas características de la adolescencia, como la delgadez, por oposición al tipo robusto y duro de la pintura mexicano-norteamericana de los años veintes y treintas o del arte soviético: el tipo físico del motociclista de ropa de cuero ajustada, con arete en la oreja, modelo vuelto común y corriente para toda una generación -sin distinción, por otra parte, de sexualidad-, tipo de adolescente hacia el cual la mujer se siente inclinada. La experiencia nos muestra que no siempre sabemos a quién tenemos enfrente: ¿es ella o él?
El desvanecimiento de la diferencia aparente entre los sexos, en los adolescentes, ¿no es acaso una de las características originales de importancia de nuestra sociedad, una sociedad unisex? Los roles son intercambiables, los del padre y los de la madre, también los de la pareja. Cosa curiosa, el modelo único es viril. La silueta de la mujer joven se ha acercado a la del muchacho. Ha perdido las formas redondas tan caras a los artistas del siglo XVI al siglo XIX y aún apreciadas por las sociedades musulmanas, quizá por ligarse a una evocación de la maternidad. Hoy, nadie encontraría divertido el chiste sobre la delgadez de una chica en el tono del poeta del siglo pasado:
¡Qué importa la flacura, prenda amada!
Más cerca del corazón se está si el pecho es plano.
Si nos remontamos un poco más en el tiempo, quizá encontraríamos los indicios, tan sólo pasajeros, de otra sociedad con débil tendencia unisex, en la Italia del Quattrocento, pero en este caso, el modelo sería menos viril que el de ahora y tendería a lo andrógino.
El hecho de que toda la juventud haya adoptado un modelo físico de inconfundible origen homosexual quizá explica su curiosidad a menudo teñida de simpatía con respecto a la homosexualidad, de la cual ha tomado algunos rasgos, y cuya presencia busca en los lugares de reunión, de placer. El “homo” se ha convertido en uno de los personajes de la comedia nueva.
Si mi análisis es correcto, la moda unisex sería pues un indicador indudable de un cambio general de sociedad: la tolerancia con respecto a la homosexualidad provendría de un cambio de representación de los sexos, no sólo de sus funciones, de sus roles en la profesión, en la familia, sino de sus imágenes simbólicas.
LA MALDICIÓN DEL HOMOSEXUAL
Intentamos captar lo que está pasando ante nuestros ojos: pero les posible formarnos una idea de actitudes más antiguas, a través de una fuente ajena a las prohibiciones literales de la Iglesia? Nos encontramos frente a un vasto terreno inexplorado. Nos limitaremos a algunas impresiones que podrían convertirse en pistas de investigaciones.
En los últimos años han aparecido libros que sugieren que la homosexualidad es un invento del siglo XIX. El problema parece interesante. Entendámonos: esto no quiere decir que antes no haya habido homosexuales -hipótesis ridícula. Sin embargo, sólo se conocían comportamientos homosexuales, ligados a ciertas edades de la vida o a ciertas circunstancias, lo cual no excluía en los mismos individuos prácticas heterosexuales paralelas. Como lo señala Paul Veyne, lo que sabemos de la Antigüedad clásica no demuestra que haya existido una homosexualidad en oposición a una heterosexualidad, sino una bisexualidad cuyas manifestaciones parecen regidas por el azar de los encuentros, más que por determinismos biológicos.
Sin duda alguna, la aparición de una moral sexual rigurosa, basada en una concepción filosófica del mundo, de la manera en que el cristianismo la ha desarrollado y mantenido hasta nuestros días, favoreció una definición más estricta de la “sodomía”; pero este término, dictado por el comportamiento de los habitantes de Sodoma en la Biblia, designaba tanto el acoplamiento llamado contra natura (more canem) como el masculorum concubitus, que también se consideraba contra natura. A la homosexualidad se le separaba tajantemente de la heterosexualidad, única práctica normal y admitida, pero al mismo tiempo era rechazada y refundida en el vasto arsenal de las perversidades; el ars erotica occidental es un catálogo de perversidades, todas consideradas como pecaminosas. De esta manera se creaba una categoría de perversos, o como se decía entonces, de lujuriosos de la cual era difícil que la homosexualidad se desprendiera. Ciertamente, la situación es más sutil de lo que este breve resumen, tan burdo, deja entrever. Regresaremos, más adelante, a un ejemplo de esta sutileza que se vuelve ambigua en Dante. Debemos admitir que el homosexual de la Edad Media y el del Antiguo Régimen era un perverso.
A finales del siglo XVIII y principios del XIX se convierte en un monstruo, en un anormal. Evolución que plantea el problema de las relaciones entre el monstruo medieval y renacentista y lo biológicamente anormal del Siglo de las Luces y del alba de la ciencia moderna (véase J. Ceard). El monstruo, el enano, y también la vieja, que se confunde con la bruja, son injurias a la creación, acusados de ser creaturas diabólicas.
El homosexual de principios del siglo XIX heredó esta especie de maldición. Al mismo tiempo era anormal y perverso. La Iglesia estaba dispuesta a reconocer la anomalía física que hacía del homosexual un hombre-mujer, un hombre anormal, afeminado siempre -pues, no olvidemos que esta primera etapa de la formación de una homosexualidad autónoma se encuentra bajo el signo del afeminamiento. Sin duda alguna, la víctima de esta anomalía no era responsable, pero no por ello era menos sospechosa, expuesta más que nadie, por su naturaleza al pecado; provista de una mayor capacidad para seducir a su prójimo y de arrastrarlo en el mismo camino. Por consiguiente, debía ser encerrada como mujer o vigilada como niño, sometida a la desconfianza de la sociedad. Se sospechaba que estos sujetos, justamente a causa de su anormalidad, podían volverse perversos, delincuentes.
Desde fines del siglo XVII, la medicina se ha hecho cargo de la concepción clerical de la homosexualidad. Esta se volvió enfermedad, en el mejor de los casos una invalidez, cuyo examen clínico permitía elaborar un diagnóstico. Algunos libros de reciente aparición, posterior a la del libro de J. P. Aron y de Roger Kempf, han concedido la palabra a estos milagrosos médicos y les han asegurado una nueva popularidad. En el viejo mundo marginal de las prostitutas, de las mujeres fáciles, de los disolutos, emergía una especie, coherente, homogénea, con características físicas originales. Los médicos habían aprendido a establecer un diagnóstico clínico precoz del homosexual que, a pesar de ello, se escondía. El examen de su año o de su pene era suficiente para descubrirlo. Estos presentaban deformaciones específicas, al igual que los judíos circuncisos. Constituían una especie de etnia, incluso si sus características particulares habían sido más bien adquiridas por el uso, que determinadas por el nacimiento. El diagnóstico médico se veía atrapado entre dos evidencias: una físicas, la de los estigmas del vicio, por otro lado presentes por doquier, en los disolutos y los alcohólicos; la otra, moral, la de una tendencia casi congénita que incitaba al vicio y que podía contaminar a los elementos sanos. Ante esta denuncia que hacía de ellos una especie, los homosexuales se defendían, por un lado ocultándose, por otro lado confesándose. Confesiones patéticas y lastimosas, o a veces cínicas -tal es nuestra apreciación actual-, pero siempre desgarradoras confesiones de una diferencia al mismo tiempo infranqueable y vergonzosa o provocadora. No se destinaban estas confesiones ni a la publicación ni a la publicidad. Una de éstas le fue enviada a Zola, quien no sabiendo qué hacer la pasó a otra persona para deshacerse de ella. En tales confesiones vergonzosas no asomaba la reivindicación. Cuando el homosexual salía de la clandestinidad, regresaba al mundo marginal de los perversos en donde había vegetado hasta que la medicina en el siglo XVIII lo sacó de allí para colocarlo en su museo de horrores y contagios.
La anomalía denunciada era la del sexo y la de su ambigüedad -el hombre afeminado, o la mujer que posee órganos masculinos, o el andrógino.
En la segunda etapa, los homosexuales abandonan al mismo tiempo la clandestinidad y la perversidad para reinvindicar su derecho de ser abiertamente como son, y afirmar su normalidad. Como ya lo vimos, esta evolución se produjo con un cambio de modelo: el modelo viril reemplazó entonces al tipo afeminado y pueril.
EL TIEMPO DE LA ADOLESCENCIA
No nos encontramos ante un retorno a la antigua bisexualidad, la cual se mantuvo durante mucho tiempo entre los adolescentes a través de prácticas de clases de edad, iniciaciones, novatadas en los colegios. Por el contrario, este segundo tipo de homosexualidad excluye las relaciones heterosexuales, sea por la importancia, o bien por una preferencia deliberada. Ya no son ni los médicos ni los clérigos quienes hacen la homosexualidad una categoría aparte, una especie; son los mismos homosexuales quienes reivindican su diferencia, y esta manera se oponen al resto de la sociedad al mismo tiempo que exigen un lugar a la luz del sol.
De nada sirve que Freud haya rechazado la siguiente pretensión: “El psicoanálisis se niega terminantemente a admitir que los homosexuales constituyan un grupo con características particulares que podrían ser diferentes de las (otros individuos.” Esto no impidió que la vulgarización de psicoanálisis haya impulsado la liberación de la homosexualidad y su clasificación como especie, prosiguiendo la labor los médicos del siglo XIX.
Alguna vez he sostenido que la juventud o la adolescencia no existían realmente antes del siglo XVIII -una adolescencia cuya historia habría sido más o menos la misma (aunque con una diferencia cronológica) que la de la homosexualidad primero Cherubino, el afeminado, luego Siegfried, el viril.
Me han refutado (N. Z. Davis) oponiendo el caso de las clases de edad en las abadías de la juventud, de la “subcultura” de los aprendices londinenses…, índices de una actividad social propia de la adolescencia, de una solidaridad de los adolescentes. Y esto es muy cierto.
La juventud poseía al mismo tiempo un estatus y funciones, ya sea en la organización de la comunidad y de las distracciones, o ya en la vida del trabajo y del taller, ante patrones y patronas. Dicho de otra manera, existía una diferencia marcada de estatus entre los adolescentes que no estaban casados y los adultos. Pero esta diferencia, si bien los oponía a unos con otros, no los separaba en dos mundos sin comunicación alguna. La adolescencia no estaba estructurada como categoría particular, aunque los adolescentes tuvieran funciones especiales. Por esta razón casi no existía un prototipo del adolescente. Este análisis general admite excepciones. Por ejemplo, en la Italia del siglo XV y en la literatura isabelina, la adolescencia parece inclinarse hacia un tipo elegante y delgado no carente de ambigüedad y con toques de homosexualidad. Pero a partir del siglo XVI y en el siglo XVII, la silueta del adulto viril y fuerte, o de la mujer fecunda predominan. El modelo de la época moderna (siglo XVII) es el hombre joven, y no el joven. El hombre joven culmina con su mujer en la cima de la pirámide de las edades. El afeminamiento, la puerilidad, o incluso la “juventud” gracil del Quattrocento son ajenas a lo imaginario de esta época.
Por el contrario, a finales del siglo XVIII y sobre todo en el siglo XIX, el adolescente va tomando consistencia, mientras que, por el contrario, pierde poco a poco su estatus dentro de la sociedad global, y deja de ser una de sus elementos orgánicos para convertirse solamente en la antecámara. Este fenómeno de división en compartimentos se limitó al principio del siglo XIX (la época romántica) a la juventud burguesa de las escuelas (los colegiales). Por toda clase de razones, se ha extendido y generalizado después de la Segunda Guerra mundial, y ahora la adolescencia nos parece una clase de edad enorme y masiva, poco estructurada, en la que se entra a temprana edad, y de la cual se sale tarde y difícilmente mucho después del matrimonio. Se ha vuelto una especie de mito.
Esa adolescencia fue primero viril, las jovencitas continuaron durante más tiempo compartiendo la vida de las mujeres adultas y participando en su actividad. Después, como en la actualidad, cuando la adolescencia se ha vuelto mixta, al mismo tiempo que unisex, chicas y chicos adoptaron un modelo común, más bien viril.
Es interesante comparar la historia de los dos mitos, el de la juventud o de la adolescencia con el de la homosexualidad. El paralelismo es sugerente.
LOS ANTIGUOS AMANTES
La historia de la homosexualidad plantea otro problema, que hace de ella un caso de la historia de la sexualidad en general.
Hasta el siglo XVIII, y aún durante mucho tiempo después, en vastas capas populares de la sociedad urbana o rural, la sexualidad parecía localizada y concentrada en el terreno de la procreación, en las actividades de los órganos genitales. La poesía, el gran arte lanzaban puentes hacia el amor, el deseo, lo genésico y lo sentimental allí entremezclaban sus corrientes, de otro modo separadas. La canción, el grabado, la literatura pícara, por el contrario, sobrepasaban con mucho el núcleo genital.
Por lo tanto, de un lado se encontraba lo sexual sin mezcla de otro, lo no-sexual, lo “alejado de toda contaminación”. En la actualidad, ya ilustrados por Dostoievski y por Freud, y mejor aún por la apertura de nuestra propia sensibilidad, sabemos que ésto no es cierto, y que las gentes del Antiguo Régimen de la Edad Media, se equivocaban. Sabemos que lo no-sexual estaba saturado de sexualidad, pero de una sexualidad difusa y sobre todo no-consciente: por ejemplo, la sexualidad de los místicos, del Barroco, del Bernini. Lo cual no impide que los contemporáneos no se percataran de ello, dejándose guiar por su ignorancia, lo cual les permitía bordear abismos sin vértigo.
A partir del siglo XVIII, la barrera entre los dos mundos se hizo porosa: lo sexual se infiltró en lo no-sexual. La reciente vulgarización del psicoanálisis (efecto, más que causa) ha eliminado las últimas fronteras. Pretendemos dar el nombre que le corresponde a los deseos, a las pulsiones subterráneas del pasado y que sin embargo, parecían en su momento transparentes, anónimas. Más aún, forzamos las dosis y, como temerarios exploradores, en todo descubrimos lo sexual, y ante nuestra mirada, cualquier forma cilíndrica se vuelve fálica. La sexualidad ya no tiene terreno propio, ha rebasado lo genital e invadido al mismo tiempo el cuerpo del hombre (del niño) y el espacio social. Se ha vuelto un hábito explicar la pansexualidad de nuestra época por la dimisión de las morales religiosas, por la búsqueda de una felicidad ganada en menoscabo de las prohibiciones. Asimismo, un fenómeno de conciencia constituye una de las características más pronunciadas de la modernidad. Podemos descubrir simul et semel la belleza de una iglesia gótica, de un palacio barroco, de una máscara negra mientras que, anteriormente, la belleza reconocida a uno hubiera significado la exclusión de los otros. De la misma manera, así como la belleza baña las artes contradictorias, la sexualidad -en donde, por otro lado, algunos reconocerían una forma de belleza- ha penetrado en todos los sectores de la vida, de los individuos y de las sociedades, donde era imperceptible anteriormente. Ahora, su imagen, otrora oscura o virtual, emerge de la conciencia como de una placa fotográfica sumergida en el líquido revelador.
Tal tendencia es antigua, y se remonta por lo menos al siglo XVIII del marqués de Sade. Pero hemos visto que se precipita, en las dos últimas décadas, a un paroxismo.
El conocimiento y el reconocimiento de la homosexualidad ha sido uno de los aspectos más sorprendentes de esta pansexualidad. Me pregunto si no existe una relación entre la extensión del terreno de una homosexualidad normalizada y el debilitamiento de la función de la amistad en nuestra sociedad contemporánea. Antes era muy amplia. La lectura de los testamentos lo demuestra. Cosa curiosa, el término tenía entonces un sentido menos restringido que en nuestros días y también se utilizaba para designar al amor, por lo menos al amor de los novios y de los esposos. Me parece que una historia de la amistad mostraría cómo declinó ésta en los siglos XIX y XX entre los adultos -en beneficio de la familia cercana- y como se ha replegado más acá, entre los adolescentes. Se ha vuelto característica de la adolescencia, que desaparece después.
En las últimas décadas, se le ha achacado una sexualidad consciente que la vuelve ingenuamente ambigua y vergonzosa. La sociedad reprueba la amistad entre hombres con gran diferencia de edad: actualmente, el hombre viejo y el niño Hemingway, a su regreso del paseo por el mar, despertarían las sospechas de la Liga de la Decencia y de las madres de familia.
Progreso de la homosexualidad y de sus mitos, retroceso la amistad, extensión de la adolescencia que se instala masivamente en el corazón de la sociedad global: tales aspectos, esenciales de nuestro tiempo, se ligan por no sé qué correlación.
Hace treinta años (digamos una generación antes), una reflexión sobre la homosexualidad le hubiera otorgado un lugar importante a la amistad ambigua, al amor que impulsaba irresistiblemente a un hombre hacia otro hombre, a una mujer hacia otra mujer, pasiones trágicas que a veces terminaban con la muerte, o el suicidio. Los ejemplos presenta habían sido Aquiles y Patroclo (dos camaradas), Harmodio y Aristogitón (el adulto y el efebo), los amantes ambiguos y misteriosos de Miguel Angel, de Shakespeare, de Marlowe, y más cerca de nosotros, el oficial de la obra de Julien Green, Sur. Nada de esto se encuentra en el análisis de Michael Pollak, ni en su visión de la homosexualidad. Esta rechaza las ilusiones de la pasión del corazón, del amor romántico. presenta como el producto de un mercado estrictamente sexual, un mercado del orgasmo.
A decir verdad, el sentimiento no está ausente en esta sociedad homosexual, pero se le deja para después del periodo de la actividad sexual, y es siempre breve: a esta homosexualidad le repugnan las relaciones largas, y en esto no difiere de la heterosexualidad actual. Uno ya no se ama eternamente, sino en la intensidad del instante no renovable, intensidad poco compatible, al parecer, con la ternura, el sentimiento. Este se reserva a los antiguos combatientes.
Los antiguos amantes, nos dice Michael Pollak, se reencuentran como hermanos, en una inocencia de la cual el deseo está desterrado para siempre como incestuoso. Después, pero no durante.
Hablábamos de la pansexualidad actual, sexualidad difundida por doquier. Es un aspecto de la sexualidad contemporánea. El término que aparece, a primera vista, como opuesto, es la concentración de la sexualidad, o más bien decantación. Se encuentra al mismo tiempo separado de procreación y del amor en su acepción antigua, y desembarazado de las contaminaciones sentimentales que antes lo acercaban a la amistad. Es la realización de las pulsiones profundas que permiten al hombre o a la mujer dilatarse en el instante vivido como una eternidad en el orgasmo. ¿Acaso no sacraliza el orgasmo? Por ello la homosexualidad, por naturaleza ajena a la procreación, absolutamente nueva e independiente, al margen de las tradiciones, de las instituciones, de los lazos sociales, lleva hasta el límite la dicotomía sexual que privilegia el orgasmo. Se vuelve una sexualidad en estado puro, y por consiguiente, una sexualidad piloto.
En nuestras antiguas sociedades, la sexualidad se veía limitada en el interior ya sea de la procreación, y entonces era legítima, o de la perversidad, y era condenada. Fuera de estos límites, había un lugar libre para el sentimiento.
Actualmente al sentimiento lo capta la familia. Antes, ésta no poseía el monopolio. Por esta razón la amistad desempeñaba el lugar importante que ya hemos señalado. Pero sentimiento que unía a los hombres rebasaba la amistad, incluso en su sentido amplio. Irrigaba numerosas relaciones de servicio actualmente reemplazadas por el contrato. La vida social estaba organizada a partir de lazos personales, de dependencia, de patronato, de ayuda mutua. Las relaciones de servicio y de trabajo eran relaciones de hombre a hombre que iban de la amistad o la confianza a la explotación y al odio -ese odio que se parece al amor. Nunca se instalaban en la indiferencia o el anonimato. Se pasaba de las relaciones de dependencia a las de clientela, de comunidad, de linaje y a elecciones más personales. Se vivía una red de sentimentalismo, difuso, pero a la vez aleatorio, sólo parcialmente determinado por el nacimiento y la vecindad, y catalizado por encuentros debidos al azar y lo inesperado.
Una vez más, tal sentimentalismo permanecía completamente ajeno a la sexualidad, que más tarde lo invadió. Ahora adivinamos que, sin embargo, no era absolutamente ajeno a las bandas de muchachos jóvenes de la Edad Media, descritos por Georges Duby, ni a las grandes amistades de las Canciones de Gesta o de la Novela, que implicaban a gente muy joven. ¿Amistades particulares? Este es el título de una novela de Roger Peyrefitte -una obra maestra- en la que las relaciones conservan una ambigüedad, una indecisión que se desvanecerá en las obras posteriores del mismo autor, en las que por el contrario, la homosexualidad se anuncia como especie con caracteres resaltados. Pienso que en ciertas culturas (Quattrocento italiano, Inglaterra isabelina) se arraiga una forma de amor viril que se halla en los límites de la homosexualidad a partir de un sentimentalismo aparentemente asexuado; una homosexualidad que no se confiesa ni se reconoce, que deja que subsista el equívoco, no tanto por miedo de las interdicciones sino por repugnancia a colocarse dentro de una clasificación de la sociedad de la época que sólo conocía dos compartimentos: lo no-sexual y lo sexual. Se detenía uno en una zona mixta, que no correspondía exactamente ni a uno ni a otro.
No siempre es fácil hacer el diagnóstico de la homosexualidad. No se sabe con precisión quién era homosexual y quién no era, a tal grado los criterios resultan anacrónicos (los de nuestra época) o polémicos (las acusaciones de Agrippa d’Aubigné contra Enrique III y sus validos) o simplemente vacilantes. La actitud de las sociedades antiguas con respecto de la homosexualidad (que conocemos mal y que sería necesario estudiar con criterio nuevo y sin anacronismos psicoanalíticos) parece más compleja de lo que dejan adivinar los códigos tan estrictos y tan precisos de la moral religiosa de la época.
LOS LUJURIOSOS DESPUÉS DE LOS HOMICIDAS
Ciertamente hay indicios claros de una represión intransigente. Como, por ejemplo, el siguiente fragmento del diario de Barbier, con fecha 6 de julio de 1750: “Ahora, lunes 6, se ha quemado en la plaza de Greve, públicamente, a las cinco de la tarde, a dos obreros, a saber: un joven carpintero y un carnicero, de dieciocho y veinticinco años, los cuales habían sido encontrados por la ronda en flagrante delito de sodomía. Se cree que los jueces mostraron la mano un poco dura. Aparentemente habían tomado mucho y por ello habían llevado la desvergüenza a tal grado” (tal grado de publicidad). ¡Si hubieran tomado algunas precauciones! Por otro lado, hemos entrado en una era de astucia policiaca que permite sorprender para castigar mejor: “Me enteré, a este respecto, que por delante de las escuadras de a pie, camina un hombre vestido de gris, que observa lo que pasa en la calle sin despertar sospechas, y que después hace que se acerque la escuadra. La ejecución se llevó a cabo para que sirva de ejemplo, cuantimás que dicen que este crimen se ha vuelto muy común y que hay mucha gente en Bicetre por ello.” Preferían encerrar a los “pecadores públicos” en el Hospital general.
La condenación de la homosexualidad parece irremediable. Pero ¿dónde comenzaba? ¡No era tan sencillo resolver esta cuestión! Quizá la represión moral tendía, en la época de Barbier, a crisparse y a definir la categoría delictuosa de la cual quena hacerse cargo. Contamos con una opinión más antigua, de una época que podría creerse más rigurosa (fines del siglo XIII): la de Dante. Su jerarquía de los condenados, como la jerarquía de los pecados de San Pablo, o la de los Penitenciales, aún más minuciosa, da idea de la gravedad relativa de las faltas, de su evaluación.
Para San Pablo, los lujuriosos vienen después de los homicidas. Dante los coloca casi a la entrada del Infierno, inmediatamente después del Limbo, “noble castillo” en donde “en el verde prado”, la “gente ilustre”, Homero y Horacio, Aristóteles y Platón, que vivieron antes de Cristo, llevan una vida disminuida y sin conocer otro sufrimiento que la privación de Dios. Los patriarcas del Antiguo Testamento pasaron por allí hasta que el Cristo resucitado los hizo salir. Los demás, los paganos como Virgilio, permanecen allí, ocupando el primer círculo del Infierno. El segundo círculo es más siniestro, allí se encuentra el tribunal de Minos, pero las penas todavía son leves, si las comparamos con las de los otros siete círculos: es la tempestad, la tempestad de los deseos que sigue arrebatando a las almas que aquí se habían dejado llevar por ellos. “Un lugar que carece de luz y que ruge como el mar, en la tempestad, cuando es azotado por vientos contrarios”. “Comprendí que los pecadores carnales que abandonan la razón por el deseo están condenados a este tipo de suplicio”. Algunos son verdaderos perversos, como la reina Semíramis: “al vicios de lujuria se entregó de tal manera que hizo con su ley lícita la licencia para suprimir la censura que merecía”: todo estaba permitido. Pero a estos auténticos lujuriosos, auténticos según nuestras normas, se les recluta en la lejana Antigüedad legendaria de Semíramis y de Cleopatra. Muy diferente es la confesión de una contemporánea de Dante, la bella Francesca da Rimini. No nos atreveríamos ahora, después de A. de Musset y Tolstoi, a excluirla para siempre del Goce de Dios, a tal grado consideramos su falta ligera, su sufrimiento patético y su amor profundo. “Amor que tan presuroso inflama a un corazón noble, se apoderó de éste (de su amante, el cual la acompaña en el Infierno) por el bello cuerpo que me han arrebatado… Amor, que a amar obliga a quien es amado, hizo que encontrara en él un placer tan intenso que, como ves, aún perdura”. No nos engañemos, Dante se vió obligado a poner a la pareja entre los condenados, pero piensa como nosotros ahora, y hay algo en él, un dejo de indignación, en la cual distingo la tensión entre la ley dictada por los clérigos y la resistencia instintiva del pueblo y que sin embargo permanece fiel. Al oír llorar a los dos amantes perdidos, “de piedad, desfallecí como si fuera a morir y caí como un cadáver”. No hay nada repugnante en estos condenados, que se sitúan en la frontera del reino de los suplicios, precisamente donde éstos son más ligeros. Sin embargo, los desventurados amantes que gozan de toda la indulgencia de Dante, están clasificados en las mismas categorías que los perversos auténticos como Semíramis y Cleopatra.
En el círculo de los lujuriosos no se incluyen los “sodomitas” a los cuales San Pablo asociaba a los adulteri, a los molles, a los fornicarii. Dante los desplazó para colocarlos, ya no entre los pecadores de “incontinencia”, sino muy lejos, entre los violentos, los pecadores por malizia, en el séptimo círculo. Esto ya es bastante bajo, no es el círculo situado más abajo, el noveno, el de Caín y Judas; el de los traidores, asesinos, -el fondo del Infierno, donde Satanás está encerrado.
Dejemos a Dante que nos explique por sí mismo (XI, 28): “El círculo está tan lleno de violentos, pero como la fuerza se ejerce contra tres personas, está dividido y construído en tres recintos. Se puede cometer violencia contra Dios, contra sí mismo, contra el prójimo.”
1. Violencia contra el prójimo: los homicidas, los pilladores, los bandoleros.
2. Violencia contra sí y contra sus bienes (nótese esta asociación del ser y del tener que parece una característica esencial del hombre de la segunda Edad Media): los suicidas y los despilfarradores.
3. La violencia contra Dios, la más grave.
Se puede cometer violencia contra la Divinidad blasfemando y negándola en el corazón. Este es el primer caso, no el de los no-creyentes, los idólatras, sino el de los blasfemos. El segundo caso es el de “Sodoma y de Cahors” es decir, de los sodomitas y de los usureros (los Cahorsinos). Unos y otros son colocados más o menos en el mismo plano. Cada uno ha despreciado a su manera la bondad de Dios y de la naturaleza. Este es su crimen; sin embargo, el de los sodomitas es considerado menos grave que el de los usureros.
Por otro lado, a Dante no le repugna departir con el grupo de los sodomitas. Es más, entre ellos reconoce a su antiguo maestro, al que continúa apreciando, Brunetto Latini. Le habla con un respeto, un agradecimiento, un afecto, que parecen a un hombre del siglo XX incompatibles con la conducta culpable a la cual, por otro lado, Dante no alude, en el breve diálogo que sostiene con él: “Su querida y buena imagen paternal me ha quedado grabada en el alma y ahora me entristece (compasión por su situación de condenado), desde el tiempo en que en la tierra, me enseñaba de qué modo el hombre se vuelve inmortal, y cuán agradecido le estoy por ello, es conveniente que mientras viva, se aprenda esto a través de mis palabras. De esta manera hablaba un hombre de 1300 con un sodomita abierto. Un sodomita entre muchos otros, pues la práctica parecía extendida: ¡”faltaría tiempo si fuera necesario ennumerar a todos! Pecados de intelectual y de clérigo, según Sire Brunetto: “Todos fueron clérigos grandes letrados, y de gran reputación, y no obstante mercados en la tierra con el mismo pecado”. Pero también entre ellos maridos que se han cansado de sus mujeres: desabrida mujer me ha hecho más daño que todo el res ¿Acaso no constituye esto una circunstancia atenuante?
Dante no muestra contra los sodomitas la indignación desprecio que manifiesta contra otros “defraudadores”. ¡No hay nada en él que aún de lejos se parezca a los aspavientos del Dr. Ambroise Tardieu, en los años 1870! Y sin embargo, no se hace ninguna ilusión sobre la gravedad del pecado obstante, esta gravedad no se debe a la incontinencia, al, de concubitus, sino a la malizia, es decir a la violencia he a Dios a través de su creación, la naturaleza. Por esta razón el caso es más grave, más metafísico.
El interés de este testimonio radica en que Dante es un colástico, escritor latino que ha asimilado la concepción mundo, de Dios, de la naturaleza, de los teólogos filósofo los siglos XII y XIII y además un hombre cualquiera, comparte la sensibilidad común de su tiempo. El teólogo condena, el hombre confiesa su indulgencia. Pecado de clérigos pecado de educadores, quizá pecado de jóvenes. Dante no dice nada preciso, pero a través de Sire Brunetto señala la frecuencia de prácticas que verdaderamente no tienen nombre. Las prostitutas del barrio latino, lo sabemos por otra parte coqueteaban a los estudiantes en la calle, e injuriaban de “sodomita” al que no cedía a sus invitaciones.
Las autoridades eclesiásticas de los siglos XV al XVII fueron muy severas con respecto a los banquetes de colegios que se volvían ceremonias de iniciación, ritos de pasaje en que se bebía mucho y se veían cosas escandalosas. Sin duda participaban en ellos prostitutas. Pero por lo general, reproches de los censores dejan entender una perversidad menos definida que el uso de las prostitutas, quizá de bisexualidad, más o menos tradicional, que persistió dura mucho tiempo entre los adolescentes.
Esa sexualidad indefinida también podría tener su lugar en las grandes fiestas de fin de año, entre la Navidad y la Epifanía, mientras durara el tiempo del mundo al revés, en disfraces, los juegos de espejos, del Lord of Misrule del cual emerge el equívoco de la bisexualidad, como la hace no Francois Laroque: “En esa zona indecisa en la que se define el límite entre el viejo y el nuevo año… se perfila la cuestión de la diferencia sexual. Pero, gracias a la magia carnavales del disfraz, Violo Cesario puede atravesar a su antojo la frontera que separa los sexos, es más bissexus que bifrons.”
No se trata de verdadera homosexualidad, tan sólo de una inversión ritual y perturbadora, durante las grandes fiestas, en las cuales se levantan las prohibiciones, pero por poco tiempo y sin consecuencia. Y en ellas encontramos una ambigüedad hasta ahora no disipada completamente, a pesar del rigor de los homosexuales en su voluntad de identidad. Esto por lo menos lo sugiere una nota de Laurent Dispot (Le Matin, 6 de noviembre de 1979): “¿Acaso no hay hombres que se aman? ¿Qué debemos decir de las demostraciones afecto mutuo de los futbolistas después de haber metido un gol? Esos no son homosexuales, no. Y sin embargo lo que hacen en esos momentos escandalizaría a los transeúntes fuera el caso de homosexuales que se afirman como tales media calle, en la vida cotidiana. ¿De esto debemos sacar como conclusión que los estadios y los deportes son una válvula de seguridad de la homosexualidad masculina normal?”
(*) Michael Pollak. “De la homosexualidad masculina o la felicidad en el ghetto”. En Communications, (No. 35, 1982).
1983 Julio.

Comentarios

Entradas más populares de este blog

Somos mujeres indígenas y lesbianas, pero ante todo somos humanas

La ola homófoba se extiende por Europa

Gracias por su preferencia sexual: Chacal, deseo y clasismo