Don Carlos Balmori: burlándose del México de los años 20.
El periodo 1926-1931 trajo grandes cambios a México. Plutarco Elías Calles era presidente, mientras que Álvaro Obregón maniobraba en las sombras para volver a cruzarse el pecho con la banda presidencial. Lo habría logrado, si las notas de “El Limoncito” no hubieran sonado en el momento preciso, y la pistola de José de León Toral no lo hubiera matado.
La desaparición de Álvaro Obregón llevó a los revolucionarios sobrevivientes a establecer un pacto gracias al cual decidieron guardar las pistolas y repartirse el poder pacíficamente. No fue sencillo lograrlo: la institucionalización del sistema político todavía era un sueño, y Plutarco Elías Calles, el presidente que no buscó reelegirse (tal vez para no seguir el camino del manco de Sonora), se convirtió en el Jefe Máximo de la Revolución y su voz fue ley en este país durante varios años más.
La UNM se convirtió en UNAM, luego de que Emilio Portes Gil le otorgó la autonomía. Y el gobierno mexicano y la Iglesia Católica encontraron la manera de arreglarse para terminar con la sublevación católica en el centro del país. Había que reconstruir a México, pero eso no impedía que la gente, a todos niveles, quisiera divertirse.
Teatros como el Lírico y el Colón seguían presentando a cómicos y bailarinas. Algunas veces con espectáculos de comedia política, en los que criticaban a los nuevos gobernantes, que tenían muchas ganas de construir un nuevo país y de enriquecerse lo más posible mientras lo lograban.
P.T. Barnum, el empresario circense norteamericano, decía que a cada minuto nacía un tonto. La gente siempre está dispuesta a dejarse engañar si en su camino se les aparece un taimado de verbo fácil, con la capacidad de engatuzarlos ofreciéndoles el dinero y la gloria que no han podido conseguir. Fue en ese mundo revuelto que era México a finales de los años 20, que se apareció un extraño personaje: don Carlos Balmori.
La dinámica se repitió muchas veces entre 1926 y 1931: podía ser un político famoso, un general revolucionario, un funcionario del gobierno del Distrito Federal, la hija de una familia adinerada o hasta una vendedora de frutas. Todo era cuestión de que un “amigo” lo invitara a conocer a un “multimillonario español” recién llegado a México.
La reunión podía ser en alguna de las mansiones que existían en la Colonia Juárez, Roma o Condesa, en un Casino Militar, o hasta en una humilde vecindad. Eso no importaba tanto; era solamente el escenario para un extraño juego que llamó la atención de los habitantes de la Ciudad de México.
Los “invitados” a la reunión con Carlos Balmori tenían gran curiosidad por conocerlo; sus “amigos” les habían contado que Balmori era un hombre inmensamente rico y poderoso: el monopolio industrial Balmori, contaba con fábricas, ferrocarriles, bosques, minas, flotas mercantes, petróleo, café del Brasil, nitrato de Chile, carne de Argentina, pesquerías balleneras, tungsteno de Bolivia, hierro de Durango, maderas del Canadá y de Yucatán, y muchas cosas más.
Carlos Balmori había sido coronel del ejército español, participó en la campaña del norte de Africa contra Abd el-Krim; fue compadre de Porfirio Díaz, Alfonso XIII, Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles, y además fue un muy cercano amigo del Zar Nicolás II, quien le había regalado, como muestra de su amistad, un fistol con un enorme diamante, de valor incalculable.
En su gran palacio ubicado en Coyoacán, Balmori organizaba impresionantes fiestas en las que lo mismo podían estar el presidente Calles, el general Obregón, todas las bailarinas del Teatro Lírico, el famoso comediante Roberto “El Panzón” Soto, y hasta Angelita, una espiritista que era capaz de traer al mundo de los vivos a Napoleón Bonaparte con todo y su caballo blanco.
Porque, es necesario deciro, Balmori era muy generoso con su dinero. La gente que se le acercaba podía obtener fácilmente diez, veinte, cincuenta mil pesos oro, o más, en cheques del Banco Nacional de México, del National City Bank o del Banco de Montreal. Hacerse amigo de don Carlos Balmori podía asegurar la fortuna de cualquiera, y más si se era mujer, pues con un poco de suerte podía convertirse en su esposa a pocos minutos de haberlo conocido.
Sin embargo, el multimillonario Balmori era también muy arrogante. Hubo militares veteranos de la Revolución de quienes se burló, calificando a todos los que participaron en la lucha armada de “gallinas correlonas”; un alto funcionario del gobierno del Distrito Federal al que le encantaban los caballos pura sangre, tuvo que soportar que Balmori los calificara como “asnos”, y además que en sus narices le ofreciera matrimonio a su esposa.
Un muy celoso capitán del Ejército Mexicano tuvo que tragarse que Balmori le confesara con total desparpajo que él le había mandado un carísimo regalo a su novia; y un médico que ya se sentía en la gloria al haber aceptado un altísimo puesto en las empresas de Carlos Balmori, pasó de la euforia al horror al ser acusado de robar a algún amigo del vengativo multimillonario, quien amenazó con matarlo a palazos para luego envolverlo en un petate y enterrarlo a campo abierto.
Los invitados a conocer a don Carlos Balmori pasaban de la curiosidad a la alegría y de allí al pánico, pues en muchas ocasiones el famoso y carísimo fistol desaparecía de la corbata de Balmori, para que sus guardaespaldas lo encontraran en algún bolsillo de los convidados a la reunión.
Pero lo que seguía era, para muchos, lo peor. Después de ilusionarse con una vida de grandes riquezas y de ser amenazados de muerte por ladrones, venía el duro choque con la realidad. Mientras Balmori se quitaba los lentes, los bigotes postizos y el sombrero, el arrogante multimillonario español desaparecía para que en su lugar estuviera una pequeña anciana que les suplicaba que la perdonaran por la broma que acababan de sufrir, mientras las carcajadas de los demás invitados los aturdían.
Carlos Balmori era en realidad Concepción Jurado, una pequeña mujer que nació en 1865 a la que le encantaba disfrazarse para hacerle bromas a sus parientes. Al parecer, nunca se dedicó profesionalmente a la actuación, pero su vida cambió cuando conoció a Eduardo Delhumeau. Él era un periodista y bohemio que se percató del talento de Jurado y la convenció para que juntos hicieran bromas a sus conocidos.
Con un traje negro “color ala de mosca”, sombrero, botines negros, abrigo pardo, guantes de cabritilla, anteojos y el enorme fistol (de vidrio), Jurado y Delhumeau crearon el personaje de Carlos Balmori y empezaron a hacer bromas a los amigos del periodista. Lo interesante fue que, en la mayoría de los casos, los “balmoreados” (víctimas de Balmori) se tomaban a bien el engaño, y en lugar de denunciarlos o vaciarles el cargador de una pistola, aceptaban unirse a la cofradía, guardar absoluto silencio sobre lo ocurrido y buscaban nuevas víctimas para continuar con la broma.
De este modo, el grupo de amigos de Balmori comenzó a crecer, así como sus herramientas para “vestir” al personaje y hacerlo más creíble ante las víctimas. Primero las bromas se efectuaban en la vecindad donde vivía Concepción Jurado, pero pronto consiguieron mansiones en distintos puntos de la Ciudad, grandes y carísimos coches, y talonarios de cheques ya caducos.
Con todo este arsenal y el talento de Jurado, lograron engañar a militares, médicos, políticos, empresarios, músicos, mujeres ricas y policías. Sin embargo, no siempre salieron bien las bromas. Algunas veces los “balmoreados” buscaron vengarse de Jurado y sus amigos. En una ocasión, Balmori se burló de un inspector de policía, quien no pudo descubrir el secreto del multimillonario español. El policía tomo a broma lo ocurrido, pero semanas más tarde envió a dos subordinados suyos a que Balmori los engañara.
Lo que Jurado y sus amigos no sabían, es que esos dos policías estaban preparados para lo que iba a ocurrir. Mientras Balmori desaparecía y Jurado les pedía disculpas, uno de ellos se “enfureció” e insultó al “amigo” que los había llevado a la reunión, para luego matarlo de dos tiros en el pecho.
Afortunadamente las balas eran de salva y la sangre que chorreaba del cadáver era sólo pintura. Pero eso no evitó que Jurado se desmayara y que el resto de su cofradía detuviera las bromas por un tiempo.
En otra ocasión, un general revolucionario, Antonio Macedo, se acercó a Balmori pidiéndole ayuda para remodelar los edificios del cuartel del 50º Batallón de Infantería, que él comandaba.
Balmori le entregó un cheque por diez mil pesos oro del National City Bank. Momentos después se descubrió la broma, pero Jurado y sus amigos no se dieron cuenta de que Macedo se quedó con el cheque.
Díaz después, Macedo se levantó en armas contra el gobierno de Plutarco Elías Calles, secundando a Francisco Serrano, quien fue apresado por las fuerzas federales y asesinado en Huitzilac, en 1927.
Para abastecer a sus tropas, Macedo vació una tienda ubicada en Texcoco y endosó el cheque sin fondos que le había dado Balmori. El tendero intentó cobrarlo, descubrió que no tenía valor y se fue directo a la Secretaría de Guerra a contar cómo se lo había entregado Macedo.
La Policía Militar empezó a buscar a “Don Carlos Balmori”, por apoyar una sublevación contra el gobierno federal. Dada la gravedad del caso, Jurado y sus amigos, muy espantados, tuvieron que acudir al general Roberto Cruz, inspector de policía, para contarle la verdad.
Corrieron con suerte. Cruz había participado en una “balmoreada” meses atrás y logró que la subsecretaría de Guerra “traspapelara” el caso.
En su libro Memorias de don Carlos Balmori, Luis Cervantes Morales (su “secretario particular”), narra 37 “balmoreadas” que involucraron a muy importantes personajes de la vida social mexicana entre 1926 y 1931.
La fiesta terminó el 27 de noviembre de 1931, cuando Concepción Jurado falleció. Un año después, todos sus amigos se reunieron en el Panteón de Dolores para conmemorar su muerte. Gracias a una colecta, remodelaron la tumba de Jurado, la que ahora estaba totalmente recubierta de azulejos en los que se narraba las dos vidas que había tenido.
Aquí termina el cuento con el que el hada
Entretenía a grandes y pequeños
Y aún resuena, cruel, su carcajada
Que hizo gemir la llama de los sueños
En las mil y una noches de Balmori
El solterón y rico extravagante
Que derrochó millones de millones
Y en su fistol de colosal brillante
Torció el cuello de muchas ambiciones.
De Conchita Jurado es el ingenio
Que apareció feliz en el proscenio
Y que encarna a don Carlos todavía
Al temblarle en la luz la carne inerte
Pues le ha untado en el rostro de ironía
Su cristalina máscara la muerte.
Rafael Heliodoro Valle
Publicado en CLIONAUTICA, entre el pasado y el presente está la historia
Semblanza del autor
Arno Burkholder
Soy doctor en historia por el Instituto Mora y periodista por la Universidad Tecnológica de México. El estudio del pasado y su relación con el presente siempre me han interesado. Me gusta investigar la historia de los medios de comunicación en México durante el siglo XX y estoy terminando mi primer libro La red de los espejos. Una historia del diario Excélsior, 1916-1976.
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